miércoles, 28 de diciembre de 2016

Perdida

Me encontraba perdida. Sabía dónde estaba pero no qué hacía. O qué debía hacer, ni por qué debería hacer algo. ¿Era esto la vida? Debía buscarlo. Me adentré en aquel barrio de casas y parcelas, de familias y cuidadores, de bicicletas y rastrillos. Lo busqué en el supermercado y en la iglesia, pero mi padre jamás habría orado. Al siguiente día me acerqué a los dos colegios, pero mi padre no tenía nietos. Un día después pude ver las fiestas de cumpleaños a las que mi padre no había sido invitado. Pedí un licor en el bar mientras escuchaba conversaciones de los hombres más solitarios del distrito. Solitarios como yo, pero no como mi padre, mi padre no hubiera salido solo, mi padre siempre habría paseado acompañado. En las jornadas posteriores pregunté a los perros de tres parques, tampoco habían visto a mi padre, ni un rastro de migas de aceitunas roídas por pájaras nutricionistas con crías. Quizás un gato, pero mi padre jamás habría tenido un perro enlazado a su mano. Pregunté entonces a los gatos de los tejados, pocos me respondieron pero yo necesitaba encontrarlo. Puede que fueran cincuenta o cien gatos, entre tejados y azoteas, entre parques y vedados, ventanas abiertas y balcones con enredaderas. Un poco alejados de la calle principal, se iluminaban varios clubes, tres o cuatro. Bebí unos licores averiguando que tampoco allí se había ubicado. Mi padre jamás habría sorbido licor, jamás lo habría pagado.

Semanas más tarde me impliqué en la búsqueda hogareña. Un vecindario y demasiadas casas. Llamé a la puerta de la primera vivienda. Un señor con bigote negro y pelo blanco se asomó a la puerta. No era mi padre. Mi padre nunca se habría teñido el cabello. Llamé a la puerta de la siguiente casa. No era mi padre. ¿Quién era entonces? No era mi padre y tampoco mi amigo. ¿Entonces quién era? Tampoco era mi amante. Me aproximé a la casa contigua, alguien abrió la puerta, pero no era mi padre. Qué haces aquí y dónde está mi padre. No era un amante, era un bombero que terminó siendo mi amigo. Otra residencia, ésta más grande, más gente, más puertas. Toqué el timbre en cada una de las entradas, múltiples personas, ninguna con la edad de mi padre. Alguna con sombrero, ninguna con boina, mi padre jamás calzaría zuecos. Todos los paraguas eran nuevos. Se agotaban los días, se perdía mi tiempo y mi padre… ¿dónde estaba mi padre? Ya sólo quedaba una casa, la más sombría, ruinosa y desolada. Abrió la puerta un hombre. Un hombre corpulento, moreno, con mis labios, con sus ojos clavados en los míos, con las manos dignas de un abrazo, con la boca preparada para besar, con el llanto refrenado en un corazón durante la lejanía del tiempo vendido. Era mi padre, pero no tenía hijos.


miércoles, 21 de diciembre de 2016

Pasión improvisada

¿Cómo es despertarse a su lado? Cuéntame cómo es por las mañanas. Dime si te besa o si cita sus primeros versos. Dime si puede contener sus ganas de hacer el amor. Dime si te mira o si continúa soñando. Dime si es conmigo con quien sueña. Dime si es a mí a quien susurra cuando tú puedes ser yo, cuando puede imaginarme, cuando puede pintarme con palabras, cuando puede desearme en sus delirios.

Todavía es pronto para olvidar aquella sintonía que me hacía recordar las mañanas que te despertabas a mi lado. Cuando no me quería levantar de aquel paraíso en el que podría hibernar. Un lugar en el que nada se echaba en falta, en el que todo era suficiente, en el que yo era yo y tú eras parte de mí. Me atrapas con tu pelo, me elevas y me enseñas tus garras. Haces que te sienta sobre mi piel, hueles, sigues el rastro, dejas el tuyo mientras me dices un poema. Uno de esos improvisados, susurrados, por momentos titubeante. Un poema sobre mí, sobre el universo, sobre el mundo y yo, sobre nosotros dos. También sobre nosotros dos, es nuestro momento, hazme disfrutar. Dime esos versos, respira, bésame, hagamos el amor. No dudes. Nunca abandones tu locura, no dejes de quererme, no refrenes leerme todo eso que escribes o deseas escribir. Yo lo haré por ti. Cada palabra, cada aglomeración. Disfrútalas porque no sonarán igual. Nunca expresarán igual. Es un instante, una pasión.

Porque no sé firmar cartas. O postales. Podría redactar un mensaje instantáneo que jamás leerás con el tono adecuado. Con la profundidad de las palabras con las que yo lo habría querido escribir. Esas que describen el pensamiento con el que me acuesto. Las que vuelan por mi cabeza cuando sueño. Las que tengo miedo de algún día pronunciar y que desaparezcas. Las que tu locura ignora. Las que publicas en tus poemas.

Me encanta porque estoy desnuda. Porque nada más me preocupa. Porque disfruto al cien por cien de cada roce. Puedo moverme, pensar, callar, sin prisa, sin dormir ni un instante. Que no se escape, déjame quedarme un ratito más. No hace frío, no hay viento, ni llueve, no hay sombras ni tampoco colores. Separados del cronómetro social, de los rayos de sol, de los cánones de presión. Desligados del tiempo, todo nuestro mundo bajo nuestra piel. La vulnerabilidad de la desnudez, nuestro limbo particular. Voces rebeldes, susurros sin filtros pecando por la libertad.

Cómo pudiera apartarte de mi leyenda, aparcarte sin uso, encerrarte cual sandalia en su caja de zapatos hasta el próximo verano. Cómo pudiera yo relegarte en mi olvido que no suma pozos desiertos en la insustancial meseta de caprichos vacuos.

Es este amor improvisado el que me hace temblar. Temblar del lejano frío, temblar en la cercanía de tus manos, temblar durante la incertidumbre, temblar un mar accidentado mientras ahogo la moraleja fabulosa que no encontró lugar en esta canción.

miércoles, 14 de diciembre de 2016

Canción de voluntad

No me pidas que te haga el desayuno. No me pidas que aparezca cuando no estoy. No me pidas que firme lo que yo no he escrito. No me pidas soñar. No te esperaré cual perra obediente, ni te escucharé cuando me ignoras. No me pidas sinceridad.

No me pidas que cierre los ojos cuando te beso. No reclames mentiras piadosas que endulcen tus sueños. No me quedaré cuando no estás. No procures tormentas con arcoiris, no te daré un duro cuando solo tengo pesetas, no me pidas música que no sabes escuchar.

No me pidas colorear del otoño. No esperes protagonismo en esta película de terror. No me pidas que te ahogue en el mar, no lleves espigas a mí tumba, no me pidas que cocine perdices. No renunciaré a mi libertad.

No me pidas que te mire mientras me besas, que me muera contigo, que escriba el final. No me pidas que fuerce mi destino. No traigas bombones al cadáver de mi vida, no anheles mariposas en el cerebro, no existen flechas que visionar. No reclames la tela de mis bragas. No me pidas regresar.

No me pidas que escriba cada día. No ruegues silencio cuando llueve. No me muestres remiendos que hilvanar. No me pidas comprar tabaco, no me susurres bajo las piernas, no me pidas torear. No cultivaré tu idioma. No me pidas que nos matemos juntos, no me pidas arte para bordar.

No me pidas vistas de ventana, no implores terrores diurnos, no te daré ni un poco de cal. No mendigues tierra con excrementos, no supliques asilo bajo mi piel, cigarros de sensualidad. No endulzaré mis palabras, no me pidas batallas que no puedes ganar.


lunes, 5 de diciembre de 2016

Cuestiones

Tan pronto un día desvistió la necesidad de justificación que en general se le exigía en gran parte de los ámbitos en los que se relacionaba, por no decir en todos y cada uno. Tan pronto divisó esta curiosa afición, advirtió que su llegada no se debía al año nuevo, al cambio de estación, ni a los desajustes en los sistemas mundiales de gobierno. Tampoco a la reciente crisis de confianza que en general afectaba y por la cual sin embargo sí debería aplicarse, bajo su cuestionada opinión, este tipo de exigencias explicativas hacia aquellos que hacen y deshacen, dirigen y eliminan, limitan y ordenan la felicidad de muchas y ajenas vidas.

Derrotado y rendido, lo que por su boca asomaba sería cuestionado. A palabras nos referimos. Cuestionado, no entendido, indagado. La credibilidad no era su punto fuerte, problema de los ajenos, mas un agotamiento constante, un aburrimiento absoluto, un posible final, principio de otra cosa, y a quien no le guste que busque en otro sitio. La necesidad de justificación debería siempre seguir de cerca a sus reflexiones, sus seguridades, sus pensamientos e incluso las teorías ajenas que tan solo procurase nombrar. Incluso ésas deberían ser defendidas como si de propias se tratase. Cualquier conversación iniciada de forma amena, un comentario, una opinión, una reflexión, y acto seguido sin siquiera un instante de meditación, toda la prudencia contenida erupcionaría en su contra. Y vuelta a la propia defensa.

Así se repetía un tema tras otro, una persona tras otra. Sin acotar a una determinada edad, sin acotar a una señalada inteligencia, imaginación, sector industrial, ámbito cultural o psicología de la verdad. Ironías que, en ocasiones, se entrecruzan y pocas se discurren. Su mente se hallaba cansada. Agotada y agarrotada.


lunes, 24 de octubre de 2016

Reencuentro II

Miro a mi alrededor y los veo a todos. Como si mi situación fuese privilegiada. Y ahí estaba ella, después de todo. Después de tanto tiempo, después de tantas confidencias, después de creer que era para siempre. Con su novio, eso sí, pero no sentía celos. Sentía felicidad de vernos todos de nuevo, incluidos nosotros dos. Era extraño, en un primer momento me había fijado en la naturalidad de las cosas, aunque tan solo hubiese durado un instante. Quizás unos minutos, quizá menos. Entonces pensé que yo mismo podría estar acompañado por alguien, también. Aunque no lo estaba. Entonces surgió el pesimismo. He perdido. Soy el derrotado. Vamos que tontería, ni que fuese esto un juego o una batalla.

Teniendo una lamparita que dona todo cuanto pides pero por sí sola no te ofrece nada, el aburrimiento asoma. La complejidad de algunos de los cerebros que poseemos va en busca instintiva de estímulos, llamémosles así, vilmente torturados con el objetivo de conseguir la más bella de las sensaciones. El egocéntrico sentido de la tristeza, el dolor, la euforia, ira, envidia, la añoranza, la rabia o la mejor de todas. La desesperación.

Pues no. No todos nuestros cerebros o neuronas o conexiones o lo que quiera que rige nuestra vida, o permite que nuestra vida se rija, o más vale que sigamos que nos liamos en esto. No todos lo son. Los hay simples y sencillos. Durante toda la vida. No todo el mundo pensaría la gran cantidad de cosas que se pasan por mi cabeza en una milésima de instante. Durante este momento. Además de estar preocupándome por dicha misma cuestión. Puedo construir un puente hacia el pasado y cambiar nuestros roles, tan solo con la imaginación. Y ya lo había hecho. Era gracioso, divertido, irónico. No estaba mal, era una posibilidad como la presente y actual real, aunque diferente. En la mente era maravillosa, la gran auto-ayuda de la satisfacción era sin duda la imaginación. Visión mental.

Podía eliminar una parte del pasado, aquella que duró más de siete años, la que vivimos separados, la que nos hizo descubrir nuevos lugares, nuevas personas, perspectivas invisibles que jamás habrían asomado mientras nuestras mentes compartiesen esos vínculos tan costosos de romper, apartar o simplemente ignorar. Podía hacerlo, y ella también pero no lo haría. Su respeto interior era superior. Algunas veces mentiría, engañaría, iría en contra de sí misma, pero el respeto estaba ahí cuando no se le requería. Bloqueos interiores, muros de piedra levantados por nuestros egos, inquebrantables por nadie, indeseosos de nada e insensibles sobre nuestras propias emociones.

Todo seguiría igual, aquí estaríamos con nuestras vidas de siempre, sin incentivos, sin demasiado aprendizaje, sin expectativas, sin muchos horizontes que vislumbrar. Me gustaba mi posición, aquello que ahora me permitía estar aquí era parte de ellos, y también de ella. Gran parte era de los dos, aunque jamás reconociese mantener algo inocuo, inofensivo, insonoro, inocente, a medias.

Tan solo un poco de inquietud, una pizca de melancolía, un corto sueño de nuestro planeado futuro que existió alguna vez, y existirá quizá alguna más, en nuestra imaginación, a escondidas de todos y de nadie. A escondidas de ti y de mí, porque el pasado fue mejor que el desconocido futuro, aquel que todavía nos provoca miedo, inquietud y esa soledad que te acobarda impidiéndote vivir. Como lo hago yo.





Reencuentro I ...

sábado, 15 de octubre de 2016

Inspiraciones nocturnas

Esta noche no te voy a retener. Esta noche no vamos a cenar, no pondré velas, ni siquiera música. Esta noche te desearé como a otras. No buscaré un rincón virgen contra el que escondernos, no dejaré la ropa en el suelo, no apagaré las luces una vez más. No te pediré nada, no exigiré, no tendré miedo de mi propia voz. Tampoco miedo de tu silencio.


jueves, 28 de julio de 2016

Diez horas

La mitad de una tarde y a lo sumo media noche. Previa al atardecer. En aquella ocasión salimos a conocernos, no todo lo que nos conoceremos, pero lo suficiente como para resolver un gramo de la intriga que deparará las siguientes largas y ansiosas jornadas. Pasando el anochecer y hasta el nunca llegado amanecer. Volado pero intenso como una película en aparente tiempo real, de esas que te dejan con sabor a más. A inacabado. Con un final abierto. De esas que se reconoce han terminado puntualmente pero ojalá mostrasen una segunda parte. Y otra, y otra, y otra más, la última. Porque siempre hay una última, siempre que hay primera. En el peor caso será la misma, pero eso hasta nosotros lo desconocemos todavía. Tras la escasez de hallazgos comunes en una primera impresión, la suya y la mía, y balanceando este dato con una elevada carga de interés, del cual omitimos detalles de sobra obvios, oscuros o irreales, no hicimos más que crearnos de la nada nuestros propios lazos, nexos de unión, algo a lo que podamos excusar, o ignorar, a iguales hipótesis para no descartar jamás posibilidades creídas improbables.

Se basa en el éxito. Esas diez horas durante las que no se recuerda ni el respirar habían sido, en cualquier caso, parte de una vida, la más importante o la menos, pero para el espectador, durante un periodo de su conciencia, sería la primera. Y serlo era como entender el paso del tiempo. Algo matemáticamente perfecto a la vez que distorsionado por cada cual a su disgusto. ¿Estaba la perfección en esta reflexión?

Un vaso de agua tras cinco pisos de ascenso con un entresuelo que lo hace sexto. Un gato nos observaba, cómplice de una mutua adaptación, de una red de pensamientos invencibles que sobrevolaban las sábanas, de una circunstancia que ni comprendía ni preocupaba. Pretendía recordar el final de aquella obra que no supe explicar. Preguntar cómo será nuestra vida. Rebuscar en los cajones el diario de mi infancia, las fotografías de tus recuerdos. Entregados sin pudores el tiempo se esfumaba en otra dimensión incomprendida. No parecía tampoco preocupado por este movimiento de agujas aún sabiendo que esto no se transformará en un fin de nada ni en ningún inicio aparente. Se sentía vencedor y vencido, dueño de mi liberación y preso de su juicio.

Ligera música evitaba el tan contradictorio e incómodo silencio que acostumbra a desaparecer y aparecer cuando ni por asomo se le nombra. Melancolía quizá fue el sentimiento posterior. Pero esas diez horas serán como una película. O bien las recordará hasta el fin de su memoria o bien un par de semanas, hasta el capítulo siguiente. Un viaje al pasado fuera de contexto. En otro lugar, con un deseo un tanto menos alocado, calmado, lento pero continuo.

Quizás nunca encuentre la tan ansiada definición de la perfección pero entre las cortas e intensas vivencias descritas en la sección de la felicidad, estarían estas diez horas. Y las que vendrían. Las diez horas englobadas en un deseo de convertirse en el prólogo de un lejano y prolongado cuento manteniendo un opaco antifaz con el fin de evitar divisar el final. Un gato inmerso cual pitonisa pretendiendo no ver aquello que jamás miraría desde el punto actual de la escala del tiempo, aun así lo imaginaba en su propia escala que a menudo se superaba no conociendo límites, no imponiendo normas. Tan solo el director de su propio cortometraje debería ser quien decidiera rodar, y si no fuese suficiente filmaría hasta mi séptima vida.

miércoles, 29 de junio de 2016

Un futuro de ficción

No sabía cómo hacerlo pero lo hizo. Parecía imposible pero lo consiguió. Ni en sus propios sueños pudo imaginarlo jamás y por esta razón la realidad era tan bella ahora. Más bella que jamás ninguna realidad lo había sido, más bella que jamás ninguna ficción lo habría conseguido parecer. Un presente que ni el futuro hubiera imaginado. No se trató de victorias y derrotas. No se basó en teorías filosóficas, en cuentos de hadas, en vida inmortal, en el poder de un inexistente ser superior. No se organizó. Fluyó como un virus, como una lluvia torrencial, un huracán que se llevó las fronteras, que voló por los aires la falta de honestidad; un volcán que abrasó la penuria y agarrotó el sufrimiento; una tempestad que sembró sobre la aridez, que repartió pan a la hambruna, que engulló las armas y desgarró a la ambición. Sin saber cómo ni cuándo todo cambió. La remisión del líder, el desamparo de la patria, la dimisión de la jerarquía, el destierro de la raza, el dominio de la vida. Los colores se fusionaban en el cielo con el aleteo de los pájaros; las ideologías se sosegaban bajo el oleaje de los mares. Océanos de vida, el pueblo en contra, ríos de integración y nuestro mundo a favor. Cuando la codicia se dejó vencer por el altruismo, cuando el silencio tomó la ira, cuando la expiración abolió la mezquindad, sólo entonces se cobró la conciencia y se aplaudió la belleza de la humanidad.


Venezia
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miércoles, 15 de junio de 2016

Reencuentro I

Miro a mi alrededor y los veo a todos. Como si mi situación fuese privilegiada. Como si mi cuerpo no estuviese allí sentado. Conversaban en pareja, en grupos de tres y alguno se dedica a sí mismo. Nos habíamos conocido hace años cuando aún estudiábamos, unos más y otros menos, no todos, pues asistía también quien llegó de la mano, por supuesto bien recibido y felizmente acogido. Transcurrido tanto tiempo pretendemos ser los mismos, comportarnos del mismo modo, actuar como si nuestros juveniles lazos jamás hubiesen necesitado acogerse a un proceso de renovación provocado como no por la regeneración de las modas sociales que tanto acaparan y a pocos ofenden.

Está el que osa disimular. Quizá ni el esfuerzo se permite, tan solo ha declinado estar, quien sabe por qué. Tal vez cierta imposición mental convergente en que su relación más sincera se establezca a través de conexiones hacia el exterior. De la casa, se entiende que nadie se encuentra atrapado ni forzado ante tal situación. Libres fuimos y libres seremos entre nuestros ojos a pesar de la cobardía que irónicamente genera.

Incómodo para algunos. Otros pasarían este día como uno más. Sin más ni más. Y al día siguiente habría quien comente el gran reencuentro con sus allegados y habría quien apenas lo recordaría como nada especial. Yo no estoy aquí para juzgar. Pero la filosofía ocupaba en este momento el mayor espacio en mis pensamientos, o como quiera que se mida la imaginación. Podía comprobar cómo los más insospechados continuaban poseyendo la esencia de antaño. Los auténticos. Y los demás estaban más lejos, asombrosamente imprevisibles, un tanto menos interesantes.

¿Por qué el ser humano tiende a ser menos permisivo con su mente, su imaginación y su micro mundo? ¿Por qué el papel principal y el excesivamente sobrevalorado era el racional? Que evitemos el recuerdo, la reflexión, la diversión, el miedo a poder cambiar nuestro presente destino, el desconcierto, el desconocimiento o que sencillamente pretendamos olvidar consciente y forzosamente aquello que forma parte de lo que tú has hecho, y no otro, en lo único que hay aquí presente. Era bonito, yo me sentía bien en mi gran mundo. Cambiaría cosas, arrancaría por unos instantes las preocupaciones de cada uno de ellos, y les escucharía durante horas.

Pero yo era una más. Una inyección de la droga de mi felicidad y ya podía vernos a todos de viaje, como aquel que nunca hubo, el más completo, sin ausencias y sin inquietudes. Un guión de cine que se reproducía en mi gran pantalla con una banda sonora ya pasada de moda. Un reencuentro en grandes imágenes que solo yo tendría el privilegio de observar.

martes, 10 de mayo de 2016

Y a ti, ¿te gusta la música?


- ¿Te gusta?

- Si me gusta el qué...

- La música.

- Sí. Sí, me encanta, ¿a ti?

- A mí también.

- ¿No tienes otra cosa?

- Qué pasa, ¿no dices que te gusta?

- Sí pero esto sonaba hace mil años.

- Me encanta la música de los ochenta.

- ¿Sí?

- Sí. Yo tendría que haber vivido esa década.

- Yo estuve en un concierto de los Rolling.

- ¡Qué me dices! ¿En dónde?

- En el estadio. Era muy pequeño, mis padres no tuvieron con quien dejarme.

- ¿Cuántos años tenías?

- Once.

- Mis padres vieron a Joaquín Sabina. Cuando aún tenía voz.

- Sí, cuando se despertaba en su casa con gente desconocida.

- Sí… ahí por los noventa.

- Me encanta Sabina.

domingo, 1 de mayo de 2016

Una llama que, como cualquier otra cosa, se apaga

Tan sólo era un bebé, realmente un bello bebé con el tamaño de un bebé, con todos los deditos y todos los apéndices que debería tener, vamos un bebé completo, cuando sus padres la presentaron a su primer casting. 

Ni cortos ni perezosos, sin importarles lo más mínimo su opinión, la opinión de un bebé que todavía no opina, puede que tenga o no opinión, pero no opina y eso es lo que cuenta; anotaron su nombre en la hoja de inscripción, un nombre elegido en contra de la madre de la madre, no es que me repita, o sea de la abuela del bebé por parte de madre. Mireia se llamaba, asemejaba moderno, no conocían a nadie con ese nombre, me arriesgo a afirmar que no había nadie con ese nombre censado anteriormente en el pueblo. Y por supuesto que les llamaron. Tenían el bebé más hermoso del momento. Corto cabello rubio y grandes ojos claros, entre azulados y verdosos, un tono cristalino quizás aún por definir. 

Además de su belleza, indiscutible para ninguno, era una criatura ejemplar, muchos padres hubiesen querido tener un bebé con tan buen comportamiento, en comparación con los suyos quizás solo lloraban, o gritaban, o tiraban cosas, o llamaban a mamá para estar siempre en el centro de la atención ajena. Mireia apenas lloraba o gemía, aunque era demasiado pequeña, dejaba por su paso paz, tranquilidad, armonía. 

Habría un episodio de dudas sobre la procedencia del gen masculino durante el embarazo, a modo particular pues jamás saldría fuera de la casa de esta ventajosa familia, no más lejos que a la casa de la mejor amiga de la madre, compañeras desde el colegio, a la que no podría ocultar una sospecha así por parte del hombre que, un buen día, decidió tomar su mano. Pasado este bache emocional y sacando en conclusión el equívoco o quizás el perdón, cualquiera de ambas por parte paternal, a medida que el tiempo se consumía, se gastaba, pasaba por la máquina de matar el tiempo ya caducado, la pareja acumulaba grandes sumas de dinero para su pequeña, aunque dicho de manera correcta el dinero era ganado por la pequeña. No escatimaban en gastos que relacionados con la educación o el bienestar de la ‘grande’ de la familia, he aquí la paradoja de quien poseía la capacidad de ser la más pequeña y la más grande, como quien contradice a la naturaleza siendo la más joven y la más responsable o el pilar fundamental o quien regresa con el dinero a casa como si del hombre de la familia se tratase en tiempos previos a la liberación de la esposa. Cada año se presentaba mejor que el anterior, el pelo largo y repleto de rizos imposibles, sus ojos todavía poseían la mezcla de azul verdoso cristalino, sus piernas eran cada vez más largas, aunque manteniendo las anatómicas proporciones del cuerpo humano, no pensemos en un ser con piernas de dos metros y un diminuto torso con un guisante como cabeza; y sus pequeños dientes decoraban la sonrisa perfecta, rebosante de felicidad de una niña que comenzaba la escuela primaria. 

Aquella no había sido una gran época. Aun hoy en día la recuerda con muy poco tiempo libre, rodeada de artilugios y tecnologías propias de los estudios fotográficos en lugar de estar jugando en el colegio con los demás niños normales, aunque quizás no tan perfectos como ella; niños normales, qué errada expresión, niños comunes, demasiado simple para cualquier niño; en los ratos muertos entre toma y toma los profesores particulares tomaban posesión de sus profesiones ante los pequeños especiales, por llamarlos de alguna manera que los distinga del resto de niños mal-llamados comunes, incluso también de los conocidos como especiales, cuyo adjetivo en este caso suele referirse a la capacidad mental pudiendo no ajustarse a los baremos oficiales que se marcan a cierta edad. No se pueden recordar amigos cuando, sencillamente, no se tuvieron. ¿Podrían considerarse amigos los otros niños de cara triste y sonrisa alegre con los que contados días coincidía en los rodajes? Compartían la extraña sensación de cansancio, carentes de energía para jugar, sin contextos de los que hablar. Pero definitivamente esos días sí eran recordados, y eran los mejores. 

Los años pasaron, Mireia creció, cómo era lógico y deseadamente esperado, y poco a poco fue aprendiendo a sacar provecho de su virtud. Comenzó a generar energía de dónde no existía, a relacionarse con los más próximos a su edad, aunque a sus padres no les pareciese del todo correcto, pero... ¿qué más podían decir? Mireia había sido siempre una niña ejemplar y lo seguiría siendo, salvo que ahora, además, había decidido tener una infancia para recordar. Algo que poder contarle a sus hijos o a sus nietos, a su futuro marido, si es que el destino sólo había preparado para ella uno único y solitario que, dada la angélica belleza de nuestra protagonista, sería una idea que se descarta por su fracaso; en definitiva, un pasado.

jueves, 28 de abril de 2016

Tumbada de espaldas

Tumbada de espaldas, con las manos sobre su plano vientre, sentía en él los latidos de su corazón, su respiración, la brisa movía ligeramente los pocos pelos salvajes que habían podido resistirse a la atadura, al remolino de finos hilos negros enroscados para su inmovilidad por una goma elástica también negra para su buen disimulo. Escuchaba fuertes golpes, casi acompasados, a ratos, probablemente provenientes de la pista de pádel, de alguien que no tuvo con quién compartir campo, equipo o rivalidad, alguien que se levantó esta nublada mañana de verano con la idea de no contener más aquello que puede disparar contra una pared verde y opaca una y otra vez, una rabia oculta pero visible ahora en su largo apéndice zurdo.

Observaba la inmensidad del cielo y la lejana rapidez que forzaba a las nubes a cambiar de posición. Pareciera que el sol necesitase de instantes solitarios, o quizás estuviera un poco avergonzado, distraído, cansado, o puede que sus amigas le hicieran una especie de fortaleza para protegerlo. O puede que no sean amigas y se encuentre ahora mismo luchando contra ellas para poder extender sus rayos hasta lo más lejano que su fuerza interior le permita. Prácticamente imposible ser capaz adivinar cómo piensa, cómo actúa, cómo se relaciona un ser que desconoces pero que intuyes que sus intenciones van cargadas de bondad. Oh ya están ahí la intuición y la intención. Esa perfecta percepción de la verdad evidente, tan perfecta como el inconsciente, tan evidente como la realidad. O la intención, esa determinación de la voluntad propia, tan íntima como exigida.

Dos mundos incomprensibles. Podía escuchar uno mientras observaba quieta el otro, sin atreverse a pestañear, aquel que vivía y luchaba o jugaba o lo que fuera que hiciese, ahora mismo, sobre su cuerpo, sobre un tercer mundo que sería ella misma. El único que, en ocasiones, muy pocas, liberaba el control, la energía y todo aquello que desbordaba en su interior. Uno de ellos lo conocía, le repugnaba, lo odiaba. El otro mundo… jamás llegaría siquiera a verlo de cerca. No llegaría a comprender cuan de distinta sería su vida en él, cómo se sentiría, cómo haría sentir. Parecía simple, pocos colores, pocas reglas, pocos obstáculos. Pero permanecía siempre ahí.




Meditando teorías

Esperaba, diminuta, en su cama, correctamente sentada y con la cabeza erguida. Tal y como se le había enseñado. Entonces siente el ligero sonido del cierre de la nevera y a continuación el click del interruptor de la luz. En sentido ascendente, comenzando por las partes más inferiores en cuanto a su posición, su cuerpo se siente inquietante e inquietado de manera que sus caderas toman el control. El impulso es de tal intensidad que nada ni nadie puede frenar a la bella y testadura criatura en un momento en el que el todo se reduce a una sola cosa. Lo que termina por funcionar, unas veces de manera prematura al primer intento, es un seco, sonoro y furioso grito anteponiendo su nombre y recalcándolo con tono fuerte. ‘A la cama’, la inquietud se vuelve un temor, un desamparo, un momento de duda que requiere algún gesto de desorientación. Probablemente necesite tomarse un momento personal pero entiende que debe volver a la cama del mismo modo que antes aguardaba. O quizás acostada. O quizás se quede tan solo de pie, a una prudente distancia, observando atentamente, sin perder nada ni a nadie de vista. Ningún movimiento deberá estar fuera de su campo de visión. Estado de máxima alerta. Las piernas firmemente apoyadas y con suficiente riego de sangre como para salir disparada cual cohete que desea alcanzar un planeta de otra galaxia. El cien por cien de la concentración de Nika está ocupado por tan solo esa simple cosa, abstrayéndose de rayos y truenos, cual Isaac Newton o Einstein meditando teorías de relatividades.


martes, 26 de abril de 2016

Conversando con la muerte

Una de las cosas que le causaba más ansiedad y desamparo era pensar en la muerte. No en la de sí mismo pero sí la de quien la toma y no le toca. Aquella que va en contra del orden de las cosas, del ciclo de la vida, de lo natural. El pensamiento le podía perturbar durante horas, así sin avisar y numerosas veces sin motivo aparente. En realidad sin ningún motivo, dejémonos de apariencias.

La imaginación juega, en este caso muchas veces, en nuestra contra trasladándonos a escenarios creados a partir de recuerdos desagradables, no necesariamente vividos, pero sí percibidos de algún modo. Amaba el cine y el periodismo, causas suficientes para poseer una amplia gama de ambientes y situaciones ajenas, almacenada en algún lugar de su tan trabajador cerebro.

Pero ese día llegó. El día en el que se disiparon sus inquietudes. El día que le permitió estar tranquilo. Ése era el día. Sin medias tintas, sin rodeos, apareció. Allí mismo frente a él, tan sólo esperando la conversación. Decidida a todo.

Dialogaron durante horas, que asimilaban días, dudas tras dudas, cuestiones de la vida y, obviamente, de la muerte que esta vez hablaba por sí misma. El tiempo necesario para comprender lo más misterioso que perturbaba su interior.



El último recuerdo

Habíamos llegado. Tras el incómodo y aparatoso viaje realmente ansiaba este momento. Una mochila pequeña y una maleta con ruedas con lo justo para recorrer y curiosear la desconocida ciudad en la que nos encontrábamos. No necesitaba más. Allí estaba el hombrecito con el cartel que dictaba mi nombre, esperándome, descansado, tranquilo. Su cara se transformó tan pronto como yo me dirigí hacia él saludando efusivamente, como si le conociera, como si supiera quién era, cómo era, en qué pensaba. 

Con una sonrisa, de las más sinceras que me habían dirigido desde que el encargado del supermercado me agradeció la compra el día anterior; se presentó y súbito agarró mi maleta haciendo un gesto solicitante de permiso mas sin esperar respuesta. Pregunté sin descanso sobre su país, su ciudad, su gente, sus costumbres, su religión... mientras recorríamos el trayecto entre el aeropuerto y mi alojamiento pudiendo visionar por primera vez en directo las calles, plazas, avenidas, niños, jóvenes, padres, madres, abuelas. Sus vestidos, su comida, su saludo, descubrimientos contantes.

Una vez en el hotel, la maleta y algo de dinero dejaron de ser una carga. Ya lista y decidida a volver a adentrarme en los laberintos de rincones que esperaban mi visita desde hacía poco más de un par de meses. Ya liberada de mis propias pertenencias y habiéndome despedido del agradable conductor, hasta el sábado, que debería acompañarme esta vez en sentido inverso, mi corazón comenzó a acelerar. Había estado tan ocupada pensando, preguntando, buscando y observando, que no había anticipado que era el momento de encontrarme con él.

Le había conocido a través de una agencia turística. Ofrecen excursiones, actividades en grupos, visitas guiadas, supongo que me sumergí en una búsqueda para alguno de éstos servicios cuando, él se cruzó en mi mirada. Un inocente vídeo publicitario fue el culpable. Ahí aparecía, sobre un vehículo de ruedas grandes, gigantes, sin techo, navegando por el desierto más desierto que ninguno. Por supuesto no hubo lugar a dudas ante el planteamiento de invertir mis ahorros en algo así.

Me había acostumbrado a estar sola, meditando mis ideas, mis decisiones, preocupándome por mí. Ya no estábamos en aquella época en la que requería, al menos, otra opinión. Nuevas visiones, nuevo modelo. Así que decidida, le conocí. Del correo electrónico, pasamos por los mensajes rápidos hasta conocer su voz. Hablaba español, aunque los tiempos verbales erraban casi siempre en su forma, parecía que le gustase hablar conmigo.

Sólo tenía que buscar la plaza principal, una vez allí él me encontraría. Esa fue su última indicación. Y eso hice. No fue ni mucho menos complicado, las señales no abundaban en la zona, pero la escrita aparecía en casi todas las bifurcaciones bien en paredes, contenedores o carteles artesanales; aunque la marea de transeúntes igualmente desembocase en el mismo lugar de encuentro. Era un paraje asombroso, cientos de personas se movían, de un lado hacia otro, de aquí para allá, de una tienda a otra, de un trabajo a otro. Las bolsas de comida, los libros de la escuela, las herramientas de faena. Ninguno parecía siquiera verme, exceptuando por supuesto a los gerentes de los negocios más turísticos los cuales, como no, estaban ahí por y para mí.

Mi última imagen es la de un chico jóven arrastrando un carro cargado de termos de café. Llevaba gorra. A partir de ahí, esto. Es todo lo que recordaba. No soy capaz de imaginar qué podría haber ocurrido entre el último momento descrito y la situación actual. No lo sé. No puedo decir más. Supongo que ahí empezó todo.



lunes, 25 de abril de 2016

Instantes lentos, horas ineludibles

En un tren de camino a Roma un domingo cualquiera del cálido verano que sobrevuela Italia. Repleto de gente y rodeado de un paisaje verde e giallo. Casas aisladas que transmiten calma y tranquilidad. Calma y tranquilidad envidiables. No sabría decir qué edad era la que predominaba en la carroza numero 6 pero lo que sí se podía intuir era la variedad de pensamientos que abundaban entre todas las mentes viajantes. Con bastante probabilidad mi osadía me permitía afirmar que no se daban, simultáneamente, dos reflexiones idénticas. Algunos ni siquiera serían capaces de recordar, tras el largo trayecto, dos terceras partes de sus cavilaciones. Instantes lentos, horas ineludibles.

No podía dejar pasar la extraña sensación que recorría mi cuerpo. ¿Era única? Ningún pasajero parecía admirar aquello que disponía a su alrededor. Por la ventana elementos aparecían y se esfumaban a la velocidad de la locomotora. Menos la excepcional emoción. ¿Podrían ser las emociones, sentimientos, sensaciones, criaturas intangibles que viajan de cuerpo en cuerpo? Quizás buscando un ser capaz de sufrir, padecer, lamentar, enternecer, reír, llorar, emocionar. ¿Y si dichas criaturas no pudiesen darse una oportunidad en otro tipo de organismo? Cada uno de nosotros desconocíamos ser la locomotora de los parásitos emocionales. Se suben al tren sin ni siquiera comprar un billete, sin indagar cuántos peregrinos pernoctan ya.




domingo, 24 de abril de 2016

Volvoreta

Todas esas cosas que habitualmente hacían los demás niños eran los pasatiempos más aburridos que se le solían ocurrir. A la pequeña Volvoreta le divertía mucho más observar cómo otros se divertían, la organización de los equipos, las normas del juego, el nivel de intolerancia ante las posibles trampas, el líder. Desde fuera se podían captar todo tipo de sensaciones que internamente la hacían crecer, ella así lo sentía.

Sus dibujos y algunos de sus relatos no eran dignos de alguien de su corta edad. Con tan solo seis años era capaz de transmitir pensamientos o incluso vivencias ficticias de alguien con los bien superados treinta o treinta y cinco años.
Volvoreta era alegre y un poco tímida, pues al no compartir demasiados intereses con sus compañeros se hacía más complicada la labor de, como dirían los mayores, coger confianza. Algo que sólo ella comprendía. Algunos pensarían que era rara, pues poco más se puede discurrir a esas edades. Otros, quizás más imaginativos, que sus padres no le dejaban jugar con otros niños. Quizás en otras familias con hijos más problemáticos, pero no en la de Volvo. Atípica era como sus profesores la identificaban.

Su hermano mayor estaba en la Universidad y ya sólo pasaba cortas temporadas en casa durante fechas especiales o Navidad, pues en verano solía viajar, su gran pasión. La mamá trabajaba en casa diseñando joyas y tocados para fiestas, una gran profesional que además se ocupaba de las labores del hogar como la limpieza y la alimentación. Volvoreta era muy ordenada, su cuarto, su ropita y sus libros estaban siempre adecuadamente colocados en su lugar, de esta manera era rápido y cómodo encontrarlos en el preciso momento en que fuesen precisados. Díselo tú a otro pequeño. Su padre viajaba mucho. Era músico y formaba parte un grupo, con bastante éxito nacional, del cual era el principal compositor. También pintaba y alguna que otra escultura había conseguido ejecutar con sus manos. A Volvoreta le encantaba disfrutar de los momentos en los que su padre se encontraba solo ante el piano y la guitarra. Probablemente creando nuevas melodías, a veces letras... mucho más que disfrutar de un concierto en directo desde un palco de los más prestigiosos de cierto reputado auditorio del país. En cada gira no se perdían, al menos, dos de los espectáculos más importantes: el del Rey, al que asistían numerosas celebridades, y el del barrio, alargándose durante horas donde no faltaban las improvisaciones, rememoraciones de antiguos temas o incluso coreando las más famosas canciones de gran éxito mundial.

Ellos eran los únicos capaces de crear interés en la todavía demasiado joven mujercita que soñaba con libros. Libros de texto, libros de ilustraciones, cuentos, novelas, algún que otro cómic. Todos eran de su agrado. Aprendía rápido, llevando una clara ventaja sobre sus compañeros. Lo primero que realizaba cada día al regresar a casa eran los ejercicios con los que su maestra le retaba como repaso. Era indiferente si debieran estar hechos para mañana o para dentro de una semana, Volvoreta los desarrollaba en el primer instante que encontraba libre. Los favoritos los de lengua, aunque tanto le gustaban que el entusiasmo duraba casi más que el tiempo que podía emplear en el transcurso de su confección. Así es que buscaba más libros, más tareas, escribía semanalmente cartas a su hermano, en forma de email, muchas veces relatando cuentos para transmitirle los acontecimientos y vivencias que se estaba perdiendo en el barrio. Y si algún día no sentía la inspiración de escribir, dibujaba.




sábado, 23 de abril de 2016

La vida

Su reloj biológico se paró. La impotencia se apoderaba de todos y cada uno de los presentes, que de sobra conocían la inexistente probabilidad de reversión. Era el momento más insensible de la vida, para uno y para todos. Insensible, inútil, incapaz, indefenso, impotente. Hasta aquí la evolución había dictaminado nuevas normas, valores, patrones cuya sensiblería era a veces castigada por los más cavilosos. El cambiante entorno gobierna. Las sensaciones, la delicadeza, todo se desvanecía en el tiempo. Y así era el final, ni mustio ni amargo, ni próspero ni generoso, un vacío final.


viernes, 22 de abril de 2016

Mundo desconcertante, mundo desconcertado

Se conocieron navegando por las, aparentemente, cristalinas redes que rigen gran parte de sus vidas. Un viejo compañero de clase de secundaria al que no dio demasiada cuenta por parecer raro -y también por ser una chica con un temperamento de los que siguen a las masas- había sufrido, aparentemente, una especie de transformación física, psíquica, su figura en sí era totalmente contraria. Tras pausar la primera impresión sintió que en su interior había algo que no la había visitado las últimas veces que habían coincidido. Es decir, los últimos días de clase del último curso de grado medio, habrán pasado, lenta y plácidamente, unos 8 años. Quizás 10. Era un alumno tan insignificante para ella que ni tan siquiera era capaz de recordar si continuaban en la misma clase durante el bachiller.

Era una chica entusiasta y alegre, nunca le faltaban pretendientes y de hecho había estado ya con varios chicos en relaciones más o menos largas y serias, lo suficiente como para pasar largas noches bien acompañada en casa de sus padres. En este momento no se encontraba embrollada en ningún amorío sino disfrutando de su época de soltera con sus amigas, que ya empezaban a buscarle parejita para que no se desbocara.

Marti llegó en uno de esos momentos entre que subes de la playa y pones en el micro la comida, ya preparada, con el tiempo justo para echar una ojeada a las últimas actualizaciones en las redes sociales sobre el mismo móvil. Tanto fue el asombro, que decidió abrir el ordenador para comprobar a pantalla grande que su compañero se había convertido en todo un hombretón musculado, guapo, con talante. Respondió contenta a su no menos popular mensaje de ‘cuánto tiempo, qué es de tu vida?’ La acción de desbloquear el terminal y revisar las últimas notificaciones fue repetida indefinidas veces durante la tarde. Hasta que llegó la respuesta.

Todo coincidencias. Pareciera que hubiera conocido a su media naranja. Lo asombroso era que ya había estado en su vida, pero inadvertidamente. Sólo como para observar. Observar y aparecer en el momento indicado, oportuno, preciso, adecuado, exacto. Fueron semanas, días, noches, horas, minutos, instantes. Cada cual mejor que el anterior. Un poco menos especial que el que estaba por llegar. Una bella princesa que encontraba a su príncipe, fruto de la restauración de una bestia, pero esto, por desfortuna, lo desconoció hasta el día que no recordará. Ese que absolutamente nadie tiene el privilegio de grabar. 

Llevaba unos tacones rojos para que resaltaran a la par que sus labios, ya que esta noche habían quedado para tomar algo en el tan transitado, durante esos meses de verano, paseo marítimo, con las amigas de la joven y sus pertinentes chicos. Llamó a la puerta con el triple toque que acostumbraba y allí estaba su reciente conquista. Se acercó tan dulce como deseaba pero algo ocurrió. Algo sintió. En tan solo un instante todo había cambiado. No podía pensar. Diapositivas de fotografías con gran agilidad para desaparecer. Otra vez. De nuevo mente nublada. Mundo desconcertante. Mundo desconcertado. Las imágenes habían desaparecido. Eran todo lo que pudo recolectar. No logró traducir sus sentimientos en una emoción ante tal improvisto fin. Y se desvaneció.



Me moría de ganas

'Me moría de ganas' pensó ella nada más imaginarse desnuda en una piscina a la luz de la luna sin otra compañía que la de sí misma. Lo que acababan de ofrecerle era, probablemente, lo que menos se esperaba en ese momento, aunque sí se creía merecedora de un obsequio de, como poco, semejante calibre. 

Varios días habían pasado desde aquel instante en el que la puerta se cerró. Días de hambre, desamparo, incredulidad y un sinfín de emociones que jamás había sentido. Pensamientos contradictorios luchaban en su cabeza por salir a relucir el máximo tiempo posible. Pero en un pronto ataque de lucidez dispuso sobre su mente una, más bien poco amplia, baraja de ideas que, tal vez en su orden correcto, resultaría una salida.

Volver no era una opción, así que se dispuso a crear un nuevo camino, probablemente rebosante de maleza con la cual tropezar para, sencillamente, no olvidar dónde se encontraba. Astucia era el nombre con el que soñaba. Quizás algún día sería reconocida así. Quizás había llegado ese momento. Quizás estaba por llegar. Solo una nueva identidad podría hacerle salir del infierno al que le habían empujado, el pozo más profundo que había conocido, la peor de las miserias que podría imaginar en un mundo de ficción. Ni tan siquiera tenía en posesión los útiles básicos de supervivencia. Ni un centavo, como un diría un americano. Ni nada que llevarme a la boca, como diría una madre sin recursos. Pero un objetivo claro, convertirse en una nueva persona era su fin, su propósito, su meta. Y no lo lograría sin ayuda o al menos sin caridad. Y eso fue lo que la salvó.

Paso a paso. Poco a poco. Un ser paciente como lo era ella a la que nadie conseguiría frenar ni nada la permitiría distraer de su cometido. Solo así olvidó y viajó gracias a los andantes de las aldeas vecinas y no tan vecinas sobre las cuales fue creándose una historia. La historia de su nueva vida. La historia que contaría a todos aquellos a los que, a partir de hoy, conocería. A su futura familia que deseaba con todas sus fuerzas no tuviera ningún parecido con la suya pasada, olvidada. Ellos no se merecían ser recordados por alguien que lo que más poseía en su interior era un sueño, ser feliz.



El sendero

Salió a caminar como acostumbraba varias veces por semana. Caminó y caminó y continuó caminando hasta encontrarse con un sendero. ¿Cómo podía ser que nunca, entre sus largos paseos, hubiera llegado a ese lugar? Un punto en la tierra en el que jamás había estado, pues la idea de que el sendero no existiera hasta el momento actual, quedaba descartada ya que se trataba de un sendero natural. De esos que se van formando a medida que la gente recorre el mismo camino para adentrarse en la plena naturaleza que toda agradable ciudad ofrece a sus visitantes.

Recorridos ya unos cuantos cientos de metros la desconocida senda comenzó a esfumarse muy poco a poco. Estaba dispuesta a dar media vuelta, tras alejarse ligeramente de su improvisado itinerario, cuando, sobre una especie de roca semi-dorada cubierta por musgo -pensó ella que asemejaba artificial pues relucía como plástico recién pulido con un algodón empapado en algún abrillantador de éxito- distinguió una especie de alimaña. Era la primera vez. Otra novedad para el día de los descubrimientos. La criatura contaba con ojos grandes, como de una mujer, pestañas negras, largas y redondeadas, propias de habérselas rizado con uno esos artilugios que parecen creados a partir de otros utensilios más "básicos" o que sencillamente ofrecen soluciones para más variedad de situaciones. Su mirada y pestañeo era particulares de una modelo, joven y guapa, un poco triste quizás. No podía decir nada. La pobre criatura, a la que decidió mentalmente apodar con alguna ocurrencia fruto de su recubrimiento escamoso, no podía hablar, imagínense, ¿cómo hablar sin boca? Puede que si poseyese manos, naciese alguna posibilidad de comunicación mediante señas. O incluso algún tipo de extremidades. Si su anatomía contase con algún tipo de apéndice, del cual dominase el control, al menos existiría una remota posibilidad, aunque probablemente mínima, o no, de comunicación entre ambas.



Y entonces...

Y entonces le dije que se fuera, y entonces se fue.

lunes, 18 de abril de 2016

La niña y la flor

Y con una flor en la mano, la pequeña de pelo largo, lacio y dorado como el oro, soplaba sobre los pétalos espontáneamente para comprobar cómo eran capaces de revolotearse sobre el breve viento que podía generar. Sentada y con las piernas arqueadas, de modo que sus pies quedaban prácticamente sobre los muslos de las piernas contrarias, se divertía dejando pasar el tiempo sin parar de observar. Por eso le gustaban tanto los fines de semana. Los sábados por la mañana ya podía respirar ese aire con aroma a verde mezclado con el frescor de las aguas posesas por las cimas de las montañas que rodeaban la diminuta aldea.

El sol resplandecía cercano a la serranía. Sin sus ocasionales vecinas blancas y esponjosas, lucía sin demora mas no compartía su calor como tantas otras veces había hecho. Eso no importaba. Una rebequita de lana sobre su vestido rosa claro era suficiente para permanecer inmóvil durante algo más de 80 minutos, que era el tiempo que solían tardar su padre y su abuelo en ir a la tienda a por un poco de pan para acompañar la comida. Y tardaban, no porque tuvieran que recorrer una larga distancia, sino porque debían tomar una copita antes de regresar y jugar la partida con sus amigos que, vamos a suponer, también irían a recoger el pan. Pero se trataba algo "pactado", pues también era el tiempo necesario para que la comida estuviera lista y la mesa preparada. Así de este modo floreció el momento de encontrar una tarea o un quehacer para beneficio suyo.

Era un complemento perfecto para ella. Sus pétalos blancos como su piel y su cabello rubio resplandeciente como su disco central, podrían llevar a algún fantasioso a confundirlas. Ni siquiera las parlanchinas aves que merodeaban sobre el valle conseguirían distraerla de su cometido. En realidad eran unos camaradas cantarines que paseaban por el cielo del mismo modo que salían los recién jubilados abuelos diariamente a primerísima hora. Pero eran otras edades. Eran otras vivencias -al igual que otra cantidad y variedad de las mismas- y prefería gastar sus horas, en el transcurso de lo que sería su vida, en contemplar, olisquear, escuchar, saborear, sentir.


Levantarse con tranquilidad

Y qué gusto levantarse con tranquilidad por la mañana. Preparar el desayuno, sentarse mientras curioseas las primeras noticias matinales e incluso poder encender la radio o la televisión, todo un lujo. Yo solía levantarme deprisa y corriendo y en aproximadamente diez minutos ya me habría vestido, lavado y peinado (esto último no suele ser necesario a diario) estando preparada para emprender el duro viaje hacia el curro. Por supuesto no habría desayunado ni hubiese tenido tiempo de darle más que dos caricias a la pequeñita.

Ahora todo ha cambiado. He decidido cambiar y soy más feliz. Me levanto antes pero eso sí, sin prisas, en realidad sin tan siquiera mirar el reloj. Un paseo de media hora era todo lo que necesitaba para disfrutar de la peque y para despertar mi mente en el único momento del día que permite a uno sentir una brisa fresca sobre tus brazos desnudos al mismo tiempo que el sol se atreve a salir. Quizás estando en otra época del año no dijese lo mismo. Quizás no, seguro. Creo que ella también está más contenta ahora.

Son pequeñas cosas que un día, sin venir a cuento, cambian casi sin darte cuenta y por las que ganas. Ganar sin jugar. Y no se trata de una ganancia absoluta, siempre se puede ganar más. Sin descuidar.