Habíamos llegado. Tras el incómodo y aparatoso viaje realmente ansiaba este momento. Una mochila pequeña y una maleta con ruedas con lo justo para recorrer y curiosear la desconocida ciudad en la que nos encontrábamos. No necesitaba más. Allí estaba el hombrecito con el cartel que dictaba mi nombre, esperándome, descansado, tranquilo. Su cara se transformó tan pronto como yo me dirigí hacia él saludando efusivamente, como si le conociera, como si supiera quién era, cómo era, en qué pensaba.
Con una sonrisa, de las más sinceras que me habían dirigido desde que el encargado del supermercado me agradeció la compra el día anterior; se presentó y súbito agarró mi maleta haciendo un gesto solicitante de permiso mas sin esperar respuesta. Pregunté sin descanso sobre su país, su ciudad, su gente, sus costumbres, su religión... mientras recorríamos el trayecto entre el aeropuerto y mi alojamiento pudiendo visionar por primera vez en directo las calles, plazas, avenidas, niños, jóvenes, padres, madres, abuelas. Sus vestidos, su comida, su saludo, descubrimientos contantes.
Una vez en el hotel, la maleta y algo de dinero dejaron de ser una carga. Ya lista y decidida a volver a adentrarme en los laberintos de rincones que esperaban mi visita desde hacía poco más de un par de meses. Ya liberada de mis propias pertenencias y habiéndome despedido del agradable conductor, hasta el sábado, que debería acompañarme esta vez en sentido inverso, mi corazón comenzó a acelerar. Había estado tan ocupada pensando, preguntando, buscando y observando, que no había anticipado que era el momento de encontrarme con él.
Le había conocido a través de una agencia turística. Ofrecen excursiones, actividades en grupos, visitas guiadas, supongo que me sumergí en una búsqueda para alguno de éstos servicios cuando, él se cruzó en mi mirada. Un inocente vídeo publicitario fue el culpable. Ahí aparecía, sobre un vehículo de ruedas grandes, gigantes, sin techo, navegando por el desierto más desierto que ninguno. Por supuesto no hubo lugar a dudas ante el planteamiento de invertir mis ahorros en algo así.
Me había acostumbrado a estar sola, meditando mis ideas, mis decisiones, preocupándome por mí. Ya no estábamos en aquella época en la que requería, al menos, otra opinión. Nuevas visiones, nuevo modelo. Así que decidida, le conocí. Del correo electrónico, pasamos por los mensajes rápidos hasta conocer su voz. Hablaba español, aunque los tiempos verbales erraban casi siempre en su forma, parecía que le gustase hablar conmigo.
Sólo tenía que buscar la plaza principal, una vez allí él me encontraría. Esa fue su última indicación. Y eso hice. No fue ni mucho menos complicado, las señales no abundaban en la zona, pero la escrita aparecía en casi todas las bifurcaciones bien en paredes, contenedores o carteles artesanales; aunque la marea de transeúntes igualmente desembocase en el mismo lugar de encuentro. Era un paraje asombroso, cientos de personas se movían, de un lado hacia otro, de aquí para allá, de una tienda a otra, de un trabajo a otro. Las bolsas de comida, los libros de la escuela, las herramientas de faena. Ninguno parecía siquiera verme, exceptuando por supuesto a los gerentes de los negocios más turísticos los cuales, como no, estaban ahí por y para mí.
Mi última imagen es la de un chico jóven arrastrando un carro cargado de termos de café. Llevaba gorra. A partir de ahí, esto. Es todo lo que recordaba. No soy capaz de imaginar qué podría haber ocurrido entre el último momento descrito y la situación actual. No lo sé. No puedo decir más. Supongo que ahí empezó todo.