Una de las cosas que le causaba más ansiedad y desamparo era pensar en la muerte. No en la de sí mismo pero sí la de quien la toma y no le toca. Aquella que va en contra del orden de las cosas, del ciclo de la vida, de lo natural. El pensamiento le podía perturbar durante horas, así sin avisar y numerosas veces sin motivo aparente. En realidad sin ningún motivo, dejémonos de apariencias.
La imaginación juega, en este caso muchas veces, en nuestra contra trasladándonos a escenarios creados a partir de recuerdos desagradables, no necesariamente vividos, pero sí percibidos de algún modo. Amaba el cine y el periodismo, causas suficientes para poseer una amplia gama de ambientes y situaciones ajenas, almacenada en algún lugar de su tan trabajador cerebro.
Pero ese día llegó. El día en el que se disiparon sus inquietudes. El día que le permitió estar tranquilo. Ése era el día. Sin medias tintas, sin rodeos, apareció. Allí mismo frente a él, tan sólo esperando la conversación. Decidida a todo.
Dialogaron durante horas, que asimilaban días, dudas tras dudas, cuestiones de la vida y, obviamente, de la muerte que esta vez hablaba por sí misma. El tiempo necesario para comprender lo más misterioso que perturbaba su interior.