jueves, 28 de abril de 2016

Tumbada de espaldas

Tumbada de espaldas, con las manos sobre su plano vientre, sentía en él los latidos de su corazón, su respiración, la brisa movía ligeramente los pocos pelos salvajes que habían podido resistirse a la atadura, al remolino de finos hilos negros enroscados para su inmovilidad por una goma elástica también negra para su buen disimulo. Escuchaba fuertes golpes, casi acompasados, a ratos, probablemente provenientes de la pista de pádel, de alguien que no tuvo con quién compartir campo, equipo o rivalidad, alguien que se levantó esta nublada mañana de verano con la idea de no contener más aquello que puede disparar contra una pared verde y opaca una y otra vez, una rabia oculta pero visible ahora en su largo apéndice zurdo.

Observaba la inmensidad del cielo y la lejana rapidez que forzaba a las nubes a cambiar de posición. Pareciera que el sol necesitase de instantes solitarios, o quizás estuviera un poco avergonzado, distraído, cansado, o puede que sus amigas le hicieran una especie de fortaleza para protegerlo. O puede que no sean amigas y se encuentre ahora mismo luchando contra ellas para poder extender sus rayos hasta lo más lejano que su fuerza interior le permita. Prácticamente imposible ser capaz adivinar cómo piensa, cómo actúa, cómo se relaciona un ser que desconoces pero que intuyes que sus intenciones van cargadas de bondad. Oh ya están ahí la intuición y la intención. Esa perfecta percepción de la verdad evidente, tan perfecta como el inconsciente, tan evidente como la realidad. O la intención, esa determinación de la voluntad propia, tan íntima como exigida.

Dos mundos incomprensibles. Podía escuchar uno mientras observaba quieta el otro, sin atreverse a pestañear, aquel que vivía y luchaba o jugaba o lo que fuera que hiciese, ahora mismo, sobre su cuerpo, sobre un tercer mundo que sería ella misma. El único que, en ocasiones, muy pocas, liberaba el control, la energía y todo aquello que desbordaba en su interior. Uno de ellos lo conocía, le repugnaba, lo odiaba. El otro mundo… jamás llegaría siquiera a verlo de cerca. No llegaría a comprender cuan de distinta sería su vida en él, cómo se sentiría, cómo haría sentir. Parecía simple, pocos colores, pocas reglas, pocos obstáculos. Pero permanecía siempre ahí.




Meditando teorías

Esperaba, diminuta, en su cama, correctamente sentada y con la cabeza erguida. Tal y como se le había enseñado. Entonces siente el ligero sonido del cierre de la nevera y a continuación el click del interruptor de la luz. En sentido ascendente, comenzando por las partes más inferiores en cuanto a su posición, su cuerpo se siente inquietante e inquietado de manera que sus caderas toman el control. El impulso es de tal intensidad que nada ni nadie puede frenar a la bella y testadura criatura en un momento en el que el todo se reduce a una sola cosa. Lo que termina por funcionar, unas veces de manera prematura al primer intento, es un seco, sonoro y furioso grito anteponiendo su nombre y recalcándolo con tono fuerte. ‘A la cama’, la inquietud se vuelve un temor, un desamparo, un momento de duda que requiere algún gesto de desorientación. Probablemente necesite tomarse un momento personal pero entiende que debe volver a la cama del mismo modo que antes aguardaba. O quizás acostada. O quizás se quede tan solo de pie, a una prudente distancia, observando atentamente, sin perder nada ni a nadie de vista. Ningún movimiento deberá estar fuera de su campo de visión. Estado de máxima alerta. Las piernas firmemente apoyadas y con suficiente riego de sangre como para salir disparada cual cohete que desea alcanzar un planeta de otra galaxia. El cien por cien de la concentración de Nika está ocupado por tan solo esa simple cosa, abstrayéndose de rayos y truenos, cual Isaac Newton o Einstein meditando teorías de relatividades.


martes, 26 de abril de 2016

Conversando con la muerte

Una de las cosas que le causaba más ansiedad y desamparo era pensar en la muerte. No en la de sí mismo pero sí la de quien la toma y no le toca. Aquella que va en contra del orden de las cosas, del ciclo de la vida, de lo natural. El pensamiento le podía perturbar durante horas, así sin avisar y numerosas veces sin motivo aparente. En realidad sin ningún motivo, dejémonos de apariencias.

La imaginación juega, en este caso muchas veces, en nuestra contra trasladándonos a escenarios creados a partir de recuerdos desagradables, no necesariamente vividos, pero sí percibidos de algún modo. Amaba el cine y el periodismo, causas suficientes para poseer una amplia gama de ambientes y situaciones ajenas, almacenada en algún lugar de su tan trabajador cerebro.

Pero ese día llegó. El día en el que se disiparon sus inquietudes. El día que le permitió estar tranquilo. Ése era el día. Sin medias tintas, sin rodeos, apareció. Allí mismo frente a él, tan sólo esperando la conversación. Decidida a todo.

Dialogaron durante horas, que asimilaban días, dudas tras dudas, cuestiones de la vida y, obviamente, de la muerte que esta vez hablaba por sí misma. El tiempo necesario para comprender lo más misterioso que perturbaba su interior.



El último recuerdo

Habíamos llegado. Tras el incómodo y aparatoso viaje realmente ansiaba este momento. Una mochila pequeña y una maleta con ruedas con lo justo para recorrer y curiosear la desconocida ciudad en la que nos encontrábamos. No necesitaba más. Allí estaba el hombrecito con el cartel que dictaba mi nombre, esperándome, descansado, tranquilo. Su cara se transformó tan pronto como yo me dirigí hacia él saludando efusivamente, como si le conociera, como si supiera quién era, cómo era, en qué pensaba. 

Con una sonrisa, de las más sinceras que me habían dirigido desde que el encargado del supermercado me agradeció la compra el día anterior; se presentó y súbito agarró mi maleta haciendo un gesto solicitante de permiso mas sin esperar respuesta. Pregunté sin descanso sobre su país, su ciudad, su gente, sus costumbres, su religión... mientras recorríamos el trayecto entre el aeropuerto y mi alojamiento pudiendo visionar por primera vez en directo las calles, plazas, avenidas, niños, jóvenes, padres, madres, abuelas. Sus vestidos, su comida, su saludo, descubrimientos contantes.

Una vez en el hotel, la maleta y algo de dinero dejaron de ser una carga. Ya lista y decidida a volver a adentrarme en los laberintos de rincones que esperaban mi visita desde hacía poco más de un par de meses. Ya liberada de mis propias pertenencias y habiéndome despedido del agradable conductor, hasta el sábado, que debería acompañarme esta vez en sentido inverso, mi corazón comenzó a acelerar. Había estado tan ocupada pensando, preguntando, buscando y observando, que no había anticipado que era el momento de encontrarme con él.

Le había conocido a través de una agencia turística. Ofrecen excursiones, actividades en grupos, visitas guiadas, supongo que me sumergí en una búsqueda para alguno de éstos servicios cuando, él se cruzó en mi mirada. Un inocente vídeo publicitario fue el culpable. Ahí aparecía, sobre un vehículo de ruedas grandes, gigantes, sin techo, navegando por el desierto más desierto que ninguno. Por supuesto no hubo lugar a dudas ante el planteamiento de invertir mis ahorros en algo así.

Me había acostumbrado a estar sola, meditando mis ideas, mis decisiones, preocupándome por mí. Ya no estábamos en aquella época en la que requería, al menos, otra opinión. Nuevas visiones, nuevo modelo. Así que decidida, le conocí. Del correo electrónico, pasamos por los mensajes rápidos hasta conocer su voz. Hablaba español, aunque los tiempos verbales erraban casi siempre en su forma, parecía que le gustase hablar conmigo.

Sólo tenía que buscar la plaza principal, una vez allí él me encontraría. Esa fue su última indicación. Y eso hice. No fue ni mucho menos complicado, las señales no abundaban en la zona, pero la escrita aparecía en casi todas las bifurcaciones bien en paredes, contenedores o carteles artesanales; aunque la marea de transeúntes igualmente desembocase en el mismo lugar de encuentro. Era un paraje asombroso, cientos de personas se movían, de un lado hacia otro, de aquí para allá, de una tienda a otra, de un trabajo a otro. Las bolsas de comida, los libros de la escuela, las herramientas de faena. Ninguno parecía siquiera verme, exceptuando por supuesto a los gerentes de los negocios más turísticos los cuales, como no, estaban ahí por y para mí.

Mi última imagen es la de un chico jóven arrastrando un carro cargado de termos de café. Llevaba gorra. A partir de ahí, esto. Es todo lo que recordaba. No soy capaz de imaginar qué podría haber ocurrido entre el último momento descrito y la situación actual. No lo sé. No puedo decir más. Supongo que ahí empezó todo.



lunes, 25 de abril de 2016

Instantes lentos, horas ineludibles

En un tren de camino a Roma un domingo cualquiera del cálido verano que sobrevuela Italia. Repleto de gente y rodeado de un paisaje verde e giallo. Casas aisladas que transmiten calma y tranquilidad. Calma y tranquilidad envidiables. No sabría decir qué edad era la que predominaba en la carroza numero 6 pero lo que sí se podía intuir era la variedad de pensamientos que abundaban entre todas las mentes viajantes. Con bastante probabilidad mi osadía me permitía afirmar que no se daban, simultáneamente, dos reflexiones idénticas. Algunos ni siquiera serían capaces de recordar, tras el largo trayecto, dos terceras partes de sus cavilaciones. Instantes lentos, horas ineludibles.

No podía dejar pasar la extraña sensación que recorría mi cuerpo. ¿Era única? Ningún pasajero parecía admirar aquello que disponía a su alrededor. Por la ventana elementos aparecían y se esfumaban a la velocidad de la locomotora. Menos la excepcional emoción. ¿Podrían ser las emociones, sentimientos, sensaciones, criaturas intangibles que viajan de cuerpo en cuerpo? Quizás buscando un ser capaz de sufrir, padecer, lamentar, enternecer, reír, llorar, emocionar. ¿Y si dichas criaturas no pudiesen darse una oportunidad en otro tipo de organismo? Cada uno de nosotros desconocíamos ser la locomotora de los parásitos emocionales. Se suben al tren sin ni siquiera comprar un billete, sin indagar cuántos peregrinos pernoctan ya.




domingo, 24 de abril de 2016

Volvoreta

Todas esas cosas que habitualmente hacían los demás niños eran los pasatiempos más aburridos que se le solían ocurrir. A la pequeña Volvoreta le divertía mucho más observar cómo otros se divertían, la organización de los equipos, las normas del juego, el nivel de intolerancia ante las posibles trampas, el líder. Desde fuera se podían captar todo tipo de sensaciones que internamente la hacían crecer, ella así lo sentía.

Sus dibujos y algunos de sus relatos no eran dignos de alguien de su corta edad. Con tan solo seis años era capaz de transmitir pensamientos o incluso vivencias ficticias de alguien con los bien superados treinta o treinta y cinco años.
Volvoreta era alegre y un poco tímida, pues al no compartir demasiados intereses con sus compañeros se hacía más complicada la labor de, como dirían los mayores, coger confianza. Algo que sólo ella comprendía. Algunos pensarían que era rara, pues poco más se puede discurrir a esas edades. Otros, quizás más imaginativos, que sus padres no le dejaban jugar con otros niños. Quizás en otras familias con hijos más problemáticos, pero no en la de Volvo. Atípica era como sus profesores la identificaban.

Su hermano mayor estaba en la Universidad y ya sólo pasaba cortas temporadas en casa durante fechas especiales o Navidad, pues en verano solía viajar, su gran pasión. La mamá trabajaba en casa diseñando joyas y tocados para fiestas, una gran profesional que además se ocupaba de las labores del hogar como la limpieza y la alimentación. Volvoreta era muy ordenada, su cuarto, su ropita y sus libros estaban siempre adecuadamente colocados en su lugar, de esta manera era rápido y cómodo encontrarlos en el preciso momento en que fuesen precisados. Díselo tú a otro pequeño. Su padre viajaba mucho. Era músico y formaba parte un grupo, con bastante éxito nacional, del cual era el principal compositor. También pintaba y alguna que otra escultura había conseguido ejecutar con sus manos. A Volvoreta le encantaba disfrutar de los momentos en los que su padre se encontraba solo ante el piano y la guitarra. Probablemente creando nuevas melodías, a veces letras... mucho más que disfrutar de un concierto en directo desde un palco de los más prestigiosos de cierto reputado auditorio del país. En cada gira no se perdían, al menos, dos de los espectáculos más importantes: el del Rey, al que asistían numerosas celebridades, y el del barrio, alargándose durante horas donde no faltaban las improvisaciones, rememoraciones de antiguos temas o incluso coreando las más famosas canciones de gran éxito mundial.

Ellos eran los únicos capaces de crear interés en la todavía demasiado joven mujercita que soñaba con libros. Libros de texto, libros de ilustraciones, cuentos, novelas, algún que otro cómic. Todos eran de su agrado. Aprendía rápido, llevando una clara ventaja sobre sus compañeros. Lo primero que realizaba cada día al regresar a casa eran los ejercicios con los que su maestra le retaba como repaso. Era indiferente si debieran estar hechos para mañana o para dentro de una semana, Volvoreta los desarrollaba en el primer instante que encontraba libre. Los favoritos los de lengua, aunque tanto le gustaban que el entusiasmo duraba casi más que el tiempo que podía emplear en el transcurso de su confección. Así es que buscaba más libros, más tareas, escribía semanalmente cartas a su hermano, en forma de email, muchas veces relatando cuentos para transmitirle los acontecimientos y vivencias que se estaba perdiendo en el barrio. Y si algún día no sentía la inspiración de escribir, dibujaba.




sábado, 23 de abril de 2016

La vida

Su reloj biológico se paró. La impotencia se apoderaba de todos y cada uno de los presentes, que de sobra conocían la inexistente probabilidad de reversión. Era el momento más insensible de la vida, para uno y para todos. Insensible, inútil, incapaz, indefenso, impotente. Hasta aquí la evolución había dictaminado nuevas normas, valores, patrones cuya sensiblería era a veces castigada por los más cavilosos. El cambiante entorno gobierna. Las sensaciones, la delicadeza, todo se desvanecía en el tiempo. Y así era el final, ni mustio ni amargo, ni próspero ni generoso, un vacío final.


viernes, 22 de abril de 2016

Mundo desconcertante, mundo desconcertado

Se conocieron navegando por las, aparentemente, cristalinas redes que rigen gran parte de sus vidas. Un viejo compañero de clase de secundaria al que no dio demasiada cuenta por parecer raro -y también por ser una chica con un temperamento de los que siguen a las masas- había sufrido, aparentemente, una especie de transformación física, psíquica, su figura en sí era totalmente contraria. Tras pausar la primera impresión sintió que en su interior había algo que no la había visitado las últimas veces que habían coincidido. Es decir, los últimos días de clase del último curso de grado medio, habrán pasado, lenta y plácidamente, unos 8 años. Quizás 10. Era un alumno tan insignificante para ella que ni tan siquiera era capaz de recordar si continuaban en la misma clase durante el bachiller.

Era una chica entusiasta y alegre, nunca le faltaban pretendientes y de hecho había estado ya con varios chicos en relaciones más o menos largas y serias, lo suficiente como para pasar largas noches bien acompañada en casa de sus padres. En este momento no se encontraba embrollada en ningún amorío sino disfrutando de su época de soltera con sus amigas, que ya empezaban a buscarle parejita para que no se desbocara.

Marti llegó en uno de esos momentos entre que subes de la playa y pones en el micro la comida, ya preparada, con el tiempo justo para echar una ojeada a las últimas actualizaciones en las redes sociales sobre el mismo móvil. Tanto fue el asombro, que decidió abrir el ordenador para comprobar a pantalla grande que su compañero se había convertido en todo un hombretón musculado, guapo, con talante. Respondió contenta a su no menos popular mensaje de ‘cuánto tiempo, qué es de tu vida?’ La acción de desbloquear el terminal y revisar las últimas notificaciones fue repetida indefinidas veces durante la tarde. Hasta que llegó la respuesta.

Todo coincidencias. Pareciera que hubiera conocido a su media naranja. Lo asombroso era que ya había estado en su vida, pero inadvertidamente. Sólo como para observar. Observar y aparecer en el momento indicado, oportuno, preciso, adecuado, exacto. Fueron semanas, días, noches, horas, minutos, instantes. Cada cual mejor que el anterior. Un poco menos especial que el que estaba por llegar. Una bella princesa que encontraba a su príncipe, fruto de la restauración de una bestia, pero esto, por desfortuna, lo desconoció hasta el día que no recordará. Ese que absolutamente nadie tiene el privilegio de grabar. 

Llevaba unos tacones rojos para que resaltaran a la par que sus labios, ya que esta noche habían quedado para tomar algo en el tan transitado, durante esos meses de verano, paseo marítimo, con las amigas de la joven y sus pertinentes chicos. Llamó a la puerta con el triple toque que acostumbraba y allí estaba su reciente conquista. Se acercó tan dulce como deseaba pero algo ocurrió. Algo sintió. En tan solo un instante todo había cambiado. No podía pensar. Diapositivas de fotografías con gran agilidad para desaparecer. Otra vez. De nuevo mente nublada. Mundo desconcertante. Mundo desconcertado. Las imágenes habían desaparecido. Eran todo lo que pudo recolectar. No logró traducir sus sentimientos en una emoción ante tal improvisto fin. Y se desvaneció.



Me moría de ganas

'Me moría de ganas' pensó ella nada más imaginarse desnuda en una piscina a la luz de la luna sin otra compañía que la de sí misma. Lo que acababan de ofrecerle era, probablemente, lo que menos se esperaba en ese momento, aunque sí se creía merecedora de un obsequio de, como poco, semejante calibre. 

Varios días habían pasado desde aquel instante en el que la puerta se cerró. Días de hambre, desamparo, incredulidad y un sinfín de emociones que jamás había sentido. Pensamientos contradictorios luchaban en su cabeza por salir a relucir el máximo tiempo posible. Pero en un pronto ataque de lucidez dispuso sobre su mente una, más bien poco amplia, baraja de ideas que, tal vez en su orden correcto, resultaría una salida.

Volver no era una opción, así que se dispuso a crear un nuevo camino, probablemente rebosante de maleza con la cual tropezar para, sencillamente, no olvidar dónde se encontraba. Astucia era el nombre con el que soñaba. Quizás algún día sería reconocida así. Quizás había llegado ese momento. Quizás estaba por llegar. Solo una nueva identidad podría hacerle salir del infierno al que le habían empujado, el pozo más profundo que había conocido, la peor de las miserias que podría imaginar en un mundo de ficción. Ni tan siquiera tenía en posesión los útiles básicos de supervivencia. Ni un centavo, como un diría un americano. Ni nada que llevarme a la boca, como diría una madre sin recursos. Pero un objetivo claro, convertirse en una nueva persona era su fin, su propósito, su meta. Y no lo lograría sin ayuda o al menos sin caridad. Y eso fue lo que la salvó.

Paso a paso. Poco a poco. Un ser paciente como lo era ella a la que nadie conseguiría frenar ni nada la permitiría distraer de su cometido. Solo así olvidó y viajó gracias a los andantes de las aldeas vecinas y no tan vecinas sobre las cuales fue creándose una historia. La historia de su nueva vida. La historia que contaría a todos aquellos a los que, a partir de hoy, conocería. A su futura familia que deseaba con todas sus fuerzas no tuviera ningún parecido con la suya pasada, olvidada. Ellos no se merecían ser recordados por alguien que lo que más poseía en su interior era un sueño, ser feliz.



El sendero

Salió a caminar como acostumbraba varias veces por semana. Caminó y caminó y continuó caminando hasta encontrarse con un sendero. ¿Cómo podía ser que nunca, entre sus largos paseos, hubiera llegado a ese lugar? Un punto en la tierra en el que jamás había estado, pues la idea de que el sendero no existiera hasta el momento actual, quedaba descartada ya que se trataba de un sendero natural. De esos que se van formando a medida que la gente recorre el mismo camino para adentrarse en la plena naturaleza que toda agradable ciudad ofrece a sus visitantes.

Recorridos ya unos cuantos cientos de metros la desconocida senda comenzó a esfumarse muy poco a poco. Estaba dispuesta a dar media vuelta, tras alejarse ligeramente de su improvisado itinerario, cuando, sobre una especie de roca semi-dorada cubierta por musgo -pensó ella que asemejaba artificial pues relucía como plástico recién pulido con un algodón empapado en algún abrillantador de éxito- distinguió una especie de alimaña. Era la primera vez. Otra novedad para el día de los descubrimientos. La criatura contaba con ojos grandes, como de una mujer, pestañas negras, largas y redondeadas, propias de habérselas rizado con uno esos artilugios que parecen creados a partir de otros utensilios más "básicos" o que sencillamente ofrecen soluciones para más variedad de situaciones. Su mirada y pestañeo era particulares de una modelo, joven y guapa, un poco triste quizás. No podía decir nada. La pobre criatura, a la que decidió mentalmente apodar con alguna ocurrencia fruto de su recubrimiento escamoso, no podía hablar, imagínense, ¿cómo hablar sin boca? Puede que si poseyese manos, naciese alguna posibilidad de comunicación mediante señas. O incluso algún tipo de extremidades. Si su anatomía contase con algún tipo de apéndice, del cual dominase el control, al menos existiría una remota posibilidad, aunque probablemente mínima, o no, de comunicación entre ambas.



Y entonces...

Y entonces le dije que se fuera, y entonces se fue.

lunes, 18 de abril de 2016

La niña y la flor

Y con una flor en la mano, la pequeña de pelo largo, lacio y dorado como el oro, soplaba sobre los pétalos espontáneamente para comprobar cómo eran capaces de revolotearse sobre el breve viento que podía generar. Sentada y con las piernas arqueadas, de modo que sus pies quedaban prácticamente sobre los muslos de las piernas contrarias, se divertía dejando pasar el tiempo sin parar de observar. Por eso le gustaban tanto los fines de semana. Los sábados por la mañana ya podía respirar ese aire con aroma a verde mezclado con el frescor de las aguas posesas por las cimas de las montañas que rodeaban la diminuta aldea.

El sol resplandecía cercano a la serranía. Sin sus ocasionales vecinas blancas y esponjosas, lucía sin demora mas no compartía su calor como tantas otras veces había hecho. Eso no importaba. Una rebequita de lana sobre su vestido rosa claro era suficiente para permanecer inmóvil durante algo más de 80 minutos, que era el tiempo que solían tardar su padre y su abuelo en ir a la tienda a por un poco de pan para acompañar la comida. Y tardaban, no porque tuvieran que recorrer una larga distancia, sino porque debían tomar una copita antes de regresar y jugar la partida con sus amigos que, vamos a suponer, también irían a recoger el pan. Pero se trataba algo "pactado", pues también era el tiempo necesario para que la comida estuviera lista y la mesa preparada. Así de este modo floreció el momento de encontrar una tarea o un quehacer para beneficio suyo.

Era un complemento perfecto para ella. Sus pétalos blancos como su piel y su cabello rubio resplandeciente como su disco central, podrían llevar a algún fantasioso a confundirlas. Ni siquiera las parlanchinas aves que merodeaban sobre el valle conseguirían distraerla de su cometido. En realidad eran unos camaradas cantarines que paseaban por el cielo del mismo modo que salían los recién jubilados abuelos diariamente a primerísima hora. Pero eran otras edades. Eran otras vivencias -al igual que otra cantidad y variedad de las mismas- y prefería gastar sus horas, en el transcurso de lo que sería su vida, en contemplar, olisquear, escuchar, saborear, sentir.


Levantarse con tranquilidad

Y qué gusto levantarse con tranquilidad por la mañana. Preparar el desayuno, sentarse mientras curioseas las primeras noticias matinales e incluso poder encender la radio o la televisión, todo un lujo. Yo solía levantarme deprisa y corriendo y en aproximadamente diez minutos ya me habría vestido, lavado y peinado (esto último no suele ser necesario a diario) estando preparada para emprender el duro viaje hacia el curro. Por supuesto no habría desayunado ni hubiese tenido tiempo de darle más que dos caricias a la pequeñita.

Ahora todo ha cambiado. He decidido cambiar y soy más feliz. Me levanto antes pero eso sí, sin prisas, en realidad sin tan siquiera mirar el reloj. Un paseo de media hora era todo lo que necesitaba para disfrutar de la peque y para despertar mi mente en el único momento del día que permite a uno sentir una brisa fresca sobre tus brazos desnudos al mismo tiempo que el sol se atreve a salir. Quizás estando en otra época del año no dijese lo mismo. Quizás no, seguro. Creo que ella también está más contenta ahora.

Son pequeñas cosas que un día, sin venir a cuento, cambian casi sin darte cuenta y por las que ganas. Ganar sin jugar. Y no se trata de una ganancia absoluta, siempre se puede ganar más. Sin descuidar.