En un tren de camino a Roma un domingo cualquiera del cálido verano que sobrevuela Italia. Repleto de gente y rodeado de un paisaje verde e giallo. Casas aisladas que transmiten calma y tranquilidad. Calma y tranquilidad envidiables. No sabría decir qué edad era la que predominaba en la carroza numero 6 pero lo que sí se podía intuir era la variedad de pensamientos que abundaban entre todas las mentes viajantes. Con bastante probabilidad mi osadía me permitía afirmar que no se daban, simultáneamente, dos reflexiones idénticas. Algunos ni siquiera serían capaces de recordar, tras el largo trayecto, dos terceras partes de sus cavilaciones. Instantes lentos, horas ineludibles.
No podía dejar pasar la extraña sensación que recorría mi cuerpo. ¿Era única? Ningún pasajero parecía admirar aquello que disponía a su alrededor. Por la ventana elementos aparecían y se esfumaban a la velocidad de la locomotora. Menos la excepcional emoción. ¿Podrían ser las emociones, sentimientos, sensaciones, criaturas intangibles que viajan de cuerpo en cuerpo? Quizás buscando un ser capaz de sufrir, padecer, lamentar, enternecer, reír, llorar, emocionar. ¿Y si dichas criaturas no pudiesen darse una oportunidad en otro tipo de organismo? Cada uno de nosotros desconocíamos ser la locomotora de los parásitos emocionales. Se suben al tren sin ni siquiera comprar un billete, sin indagar cuántos peregrinos pernoctan ya.