jueves, 28 de julio de 2016

Diez horas

La mitad de una tarde y a lo sumo media noche. Previa al atardecer. En aquella ocasión salimos a conocernos, no todo lo que nos conoceremos, pero lo suficiente como para resolver un gramo de la intriga que deparará las siguientes largas y ansiosas jornadas. Pasando el anochecer y hasta el nunca llegado amanecer. Volado pero intenso como una película en aparente tiempo real, de esas que te dejan con sabor a más. A inacabado. Con un final abierto. De esas que se reconoce han terminado puntualmente pero ojalá mostrasen una segunda parte. Y otra, y otra, y otra más, la última. Porque siempre hay una última, siempre que hay primera. En el peor caso será la misma, pero eso hasta nosotros lo desconocemos todavía. Tras la escasez de hallazgos comunes en una primera impresión, la suya y la mía, y balanceando este dato con una elevada carga de interés, del cual omitimos detalles de sobra obvios, oscuros o irreales, no hicimos más que crearnos de la nada nuestros propios lazos, nexos de unión, algo a lo que podamos excusar, o ignorar, a iguales hipótesis para no descartar jamás posibilidades creídas improbables.

Se basa en el éxito. Esas diez horas durante las que no se recuerda ni el respirar habían sido, en cualquier caso, parte de una vida, la más importante o la menos, pero para el espectador, durante un periodo de su conciencia, sería la primera. Y serlo era como entender el paso del tiempo. Algo matemáticamente perfecto a la vez que distorsionado por cada cual a su disgusto. ¿Estaba la perfección en esta reflexión?

Un vaso de agua tras cinco pisos de ascenso con un entresuelo que lo hace sexto. Un gato nos observaba, cómplice de una mutua adaptación, de una red de pensamientos invencibles que sobrevolaban las sábanas, de una circunstancia que ni comprendía ni preocupaba. Pretendía recordar el final de aquella obra que no supe explicar. Preguntar cómo será nuestra vida. Rebuscar en los cajones el diario de mi infancia, las fotografías de tus recuerdos. Entregados sin pudores el tiempo se esfumaba en otra dimensión incomprendida. No parecía tampoco preocupado por este movimiento de agujas aún sabiendo que esto no se transformará en un fin de nada ni en ningún inicio aparente. Se sentía vencedor y vencido, dueño de mi liberación y preso de su juicio.

Ligera música evitaba el tan contradictorio e incómodo silencio que acostumbra a desaparecer y aparecer cuando ni por asomo se le nombra. Melancolía quizá fue el sentimiento posterior. Pero esas diez horas serán como una película. O bien las recordará hasta el fin de su memoria o bien un par de semanas, hasta el capítulo siguiente. Un viaje al pasado fuera de contexto. En otro lugar, con un deseo un tanto menos alocado, calmado, lento pero continuo.

Quizás nunca encuentre la tan ansiada definición de la perfección pero entre las cortas e intensas vivencias descritas en la sección de la felicidad, estarían estas diez horas. Y las que vendrían. Las diez horas englobadas en un deseo de convertirse en el prólogo de un lejano y prolongado cuento manteniendo un opaco antifaz con el fin de evitar divisar el final. Un gato inmerso cual pitonisa pretendiendo no ver aquello que jamás miraría desde el punto actual de la escala del tiempo, aun así lo imaginaba en su propia escala que a menudo se superaba no conociendo límites, no imponiendo normas. Tan solo el director de su propio cortometraje debería ser quien decidiera rodar, y si no fuese suficiente filmaría hasta mi séptima vida.