sábado, 25 de febrero de 2017

Nacido en Siria

Miro a mi perra y pienso en lo triste que se pondría si supiera lo que está ocurriendo una vez más, pero no lo sabe. No puedo contárselo. Su mayor preocupación es no poder abrir la puerta cuando yo no estoy. Pero siempre aparezco. Ojalá ocurriese lo mismo fuera de mi casa. La desesperación, la impotencia, la indefensión, la tortura. Nacido en Siria es una película que nuestros niños no entenderían, aun siendo protagonizada por otros niños. Un pequeño fragmento de la crueldad humana. Lo que ya vivimos en muchos documentales, lo que nos han contado nuestros abuelos, lo vivimos ahora mismo en directo siendo, una vez más, los mismos espectadores, con los ojos empañados y una mano tapando la boca, no para evitar hablar, las palabras no salen. Es imposible poner palabras a ciertos pensamientos. Es el momento de inventar vocablos, de gritar, de convertir su desesperación en nuestra desesperación por salvar a quienes les han quitado todo, a quienes han echado de sus países, a quienes han ahogado en el mar.

Los niños no van al colegio, las familias se separan durante meses, las niñas no ven a sus madres durante años, o quizás nunca más, los enfermos no tienen medicamentos, no se duchan en un mes pero no importa, comen menos de lo que necesitan pero tampoco importa, ellos realmente no importan. Algunos huidos consiguen llegar a un destino con posibilidades pero no pueden trabajar porque nadie quiere refugiados o porque no saben hablar el idioma local. Algunos necesitan alquilar una vivienda pero no pueden porque son refugiados o porque no tienen aval. Les llamamos refugiados, un nuevo colectivo, tal y como lo fueron (y como lo son) los judíos, los homosexuales, los gitanos o los negros, lo más bajo de nuestra escala social. No importa.

Los bebés lloran y nadie sabe por qué. Me pregunto si sienten dolor en su cuerpo, frío o tienen hambre. Me pregunto si lloran de horror. Me pregunto si es la consecuencia de ver llorar a su padre. Me pregunto si echa de menos a su madre o si lloran porque ya no ven a sus hermanos sonreír. Los bebés lloran pero no importa porque todavía están vivos. Las tiendas de campaña están embarradas, pero qué importancia tiene cuando has conseguido huir de la guerra. Cómo le explicas a tu hijo que los demás niños no pueden ayudarlos. Cómo le explicas que aunque haya comida en los contenedores de basura ellos no pueden comer. Cómo le explicas que aunque haya camas vacías ellos no pueden dormir. Cómo le explicas que lo peor está por venir.

Niños que trae la marea cual alga que espera en la orilla a ser recogida de nuevo para volver a su hogar. Pero estos niños no volverán. Estos niños no tienen hogar. Muchos no tienen padres. Niños que hablan inglés mejor que nuestros hijos. Niños que dibujan cabezas chorreando sangre; brazos y piernas amputados. Dibujan lo que han visto, lo que no podrán olvidar, lo que nadie quiere ver ni en el dibujo de un niño. Conozco gente que ni siquiera lo vería en una película. Niños que sueñan con monstruos. Niños que no saben que sus padres han muerto. Los niños ya no sueñan. Los niños ya no sueñan y creen que los monstruos son las bombas que destruyen sus casas, las bombas que asesinan a sus hermanos, las bombas que les dejan incapaces con tan sólo unos cortos años de edad en los que no han podido comprender nada. Ni lo comprenderán.

Son niños que desean morirse con tan solo 10 años de edad. ¿A nadie le parece esto una barbaridad? Niños que conocen los problemas que posiblemente nosotros pretendiéramos ocultar a nuestros hijos. Y sin mencionar el gran daño psicológico con el que tienen que convivir sin ayuda, sin saber cómo afrontar. Sencillamente sin poder afrontar. Y cómo pensar en el futuro de estas personas, de estos niños sin padres, a los que no hemos ayudado. Cómo aprenderán a querer si nadie les salva. Qué aspiraciones tendrán en el futuro, qué van a desear para el resto de la sociedad. Suponiendo que en ese futuro siguen vivos.

lunes, 30 de enero de 2017

Dos orgasmos

Dos orgasmos me debes. De vez en cuando me acuerdo de ti. No me gusta imaginarte, prefiero verte brillar en la oscuridad, confundir tu pelo con el mío, tus dedos con mis manos, prefiero no sentir mis labios y callar lo que no sé cómo decir.

Te llevaste dos orgasmos robados. Cuando no los merecías, cuando llovía, cuando tú me los debías a mí. Lejanos, intensamente separados, sólo necesitándonos para amansar esas dos fieras salvajes topando una y otra vez sus cornamentas.

Te regalé dos orgasmos por tu cumpleaños. Tú no lo sabías pero lo estabas esperando. Uno por cada día de felicidad. Uno por cada copa de anís derramada en nuestras sábanas. Uno por cada cama. Esperé un año más, pasé las estaciones como la hoja de un árbol, recorrí parques y volé bajo para caer después. No hablé, no pronuncie ninguna palabra mientras navegaba sobre las olas del viento que me acercan y me alejan marginando el tiempo.

Dos orgasmos me debes. Ahora me acuerdo de ti. De los viajes astrales, de los temporales, de los huracanes y las resacas, de los baños relajantes. Te escucho pero no te veo. Puedo oírte si te leo, podría mirarte si cerrase los ojos. Incapaz de esto último me hallo. Tu música me mantiene alerta cual marinero soñando imaginar el canto de una mitológica sirena. Transportada al paraíso de las sensaciones. Esperando a que alguno de tus sueños te retorne a mi sudado catre y desafiemos a la eternidad mientras envejece por el ventanal.


lunes, 23 de enero de 2017

Odio Madrugar

No me gusta madrugar. Bueno en realidad lo que no me gusta es tener que levantarme a una hora concreta con sus minutos concretos por un motivo concreto. Me gusta dormir hasta que yo quiera, hasta que mi yo interior decida que no quiere dormir más, por ahora. Pero es que no me gusta madrugar nunca, para nada. Otra cosa es un viaje, en este caso entran en juego otros factores como el no dormir, que ya se confunde con el deseo no de madrugar en sí, sino de tener algo que hacer tras ese insomnio de nerviosismo del bueno. Nervios del tipo de ‘me voy a subir a un avión espero que no ocurra nada extraño ni sea conducido por un piloto loco’, este tipo de nervios no se asoman por esta cabecita hueca. Son nervios del tipo ‘vamos con el tiempo justo y quiero ver muchas cosas, habrá que dormir poco’. ‘Desayuno... pateada... aflojando... bares... improvisación’. Subidón. 

Detesto madrugar porque, como lo detesto tanto, exprimo el sueño al máximo y nunca me sobra tiempo para desayunar, lo cual es algo que me encanta. Desayunar en buenas condiciones, en una terracita con un albornoz blanco, una mesa con tostadas, mantequilla, galletas, muchos tipos de galletas, frutas, quesos, cruasán de chocolate, zumo de naranja natural pero sin pulpa y café. Y una jarrita con agua. Y sin prisa, con música incluso, con gafas de sol también. Pero esto únicamente cuando no tienes nada que hacer. Cuando no tienes que levantarte a una hora concreta. Cuando no tienes que madrugar.

Odio madrugar, pero las mañanas pueden ser geniales. Por las mañanas algo dulce y el umbral de la felicidad baja a mínimos. Al igual que sube a máximos la fina capa del mal humor. Por decirlo de forma dietética. Por la mañana una buena noticia, o unas cañas, o un paseo sobre las hojas del frío otoñal. Incluso puedo ser cursi por la mañana. Un concierto, un magosto. ¡Una película! Sí, una película mañanera desayunando tostadas con mantequilla y un buen café. Mamma mía. Mantita y sofá. Por la mañana.