Busco un marido. O una mujer. Me gustan las personas, en general las que hablan y escuchan, sin ausentar a las sordas y mudas con sus particulares modos para oír o decir. Particularmente me incomodan algunas, pocas, muy pocas. Soy una princesa. Todo lo que poseo es negro. Me gusta pintar, coloreo de rojo mis labios para marcar con sangre aquello que beso. Mis manos hacen ruido como la cadena de mi bici, como la puerta de la entrada. Oxido mis tobillos por mi forma de caminar y me gusta llevar vestidos. Mis pechos son dos mandarinas lejos de parecer naranjas. Debes llamarme princesa. Amor para no ser muy repetitivo. A menudo me huelen los pies, su tamaño no es proporcional a mi altura, y las uñas… no hablaré de las uñas. No pierdo el tiempo con lo que no me apetece. A veces no hago nada. Quiero probarlo todo. No me adapto. De vez en cuando me dejo llevar. Ocasionalmente me asocio, me aparto, me interno. Odio planificar el sexo. Podemos hacer la ruta de los bares en lugar de visitar los monumentos históricos más importantes de la ciudad a la que viajamos. Debatir sobre el precio de las camisetas de hace tres temporadas recién salidas del polvoriento armario en el inicio de las rebajas. Bucear hasta las boyas que nos separan de los monstruosos yates para pincharlos con la aguja con la que remendamos nuestras toallas. Sacar del agua tan solo los pies para que venga el socorrista y conversar sobre las medusas. Restregarnos en la arena hasta dejar atascada la bañera y embarrar la alfombra de una habitación de hotel. Entrar en un bar y pagar cervezas con billetes de caviar. No tirar de la cadena y llevarnos los vasos de plástico en nuestros bolsos repletos de servilletas de papel y monederos de cuero. Volar en tren sin pagar, de pie, entonando canciones de otros y leyendo diccionarios de idiomas que no entendemos. Salir a pescar mensajes sin contestar. Depurar el agua de los charcos y beber nieve que acompaña a la lluvia. Durmamos abrazados y peguemos nuestros culos para mear. Desconocer el ayer y planificar lo que no pasará. No quiero hacer esto sola. Busco un marido y una mujer. Llamadme princesa y os llamaré mi rey.
jueves, 19 de enero de 2017
miércoles, 11 de enero de 2017
Paciencia
La paciencia la vendo. La envuelvo en gasas y después la regalo. Porque quiero deshacerme de ella. Porque no me trae nada inesperado y lo que espero, con paciencia, ya no lo quiero. Rogar, padecer, asentir. Ver el tiempo, meter tu vida en un paréntesis durante ese lapso visto a escala, y ampliar esa proporción a su merced. Y volver a amplificarla sin regla ni paridad. Resistir. Y continuar observando para no perder la consciencia al unísono del encuentro con la locura. La paciencia es frívola, femenina, machista. La debilidad acorazada con una diana de seda, atravesada con dardos de marfil para subir al primer puesto, para competir contra la osadía de vivir. ¿Quieres ser mi paciente? Yo no quiero.
miércoles, 28 de diciembre de 2016
Perdida
Me encontraba perdida. Sabía dónde estaba pero no qué hacía. O qué debía hacer, ni por qué debería hacer algo. ¿Era esto la vida? Debía buscarlo. Me adentré en aquel barrio de casas y parcelas, de familias y cuidadores, de bicicletas y rastrillos. Lo busqué en el supermercado y en la iglesia, pero mi padre jamás habría orado. Al siguiente día me acerqué a los dos colegios, pero mi padre no tenía nietos. Un día después pude ver las fiestas de cumpleaños a las que mi padre no había sido invitado. Pedí un licor en el bar mientras escuchaba conversaciones de los hombres más solitarios del distrito. Solitarios como yo, pero no como mi padre, mi padre no hubiera salido solo, mi padre siempre habría paseado acompañado. En las jornadas posteriores pregunté a los perros de tres parques, tampoco habían visto a mi padre, ni un rastro de migas de aceitunas roídas por pájaras nutricionistas con crías. Quizás un gato, pero mi padre jamás habría tenido un perro enlazado a su mano. Pregunté entonces a los gatos de los tejados, pocos me respondieron pero yo necesitaba encontrarlo. Puede que fueran cincuenta o cien gatos, entre tejados y azoteas, entre parques y vedados, ventanas abiertas y balcones con enredaderas. Un poco alejados de la calle principal, se iluminaban varios clubes, tres o cuatro. Bebí unos licores averiguando que tampoco allí se había ubicado. Mi padre jamás habría sorbido licor, jamás lo habría pagado.
Semanas más tarde me impliqué en la búsqueda hogareña. Un vecindario y demasiadas casas. Llamé a la puerta de la primera vivienda. Un señor con bigote negro y pelo blanco se asomó a la puerta. No era mi padre. Mi padre nunca se habría teñido el cabello. Llamé a la puerta de la siguiente casa. No era mi padre. ¿Quién era entonces? No era mi padre y tampoco mi amigo. ¿Entonces quién era? Tampoco era mi amante. Me aproximé a la casa contigua, alguien abrió la puerta, pero no era mi padre. Qué haces aquí y dónde está mi padre. No era un amante, era un bombero que terminó siendo mi amigo. Otra residencia, ésta más grande, más gente, más puertas. Toqué el timbre en cada una de las entradas, múltiples personas, ninguna con la edad de mi padre. Alguna con sombrero, ninguna con boina, mi padre jamás calzaría zuecos. Todos los paraguas eran nuevos. Se agotaban los días, se perdía mi tiempo y mi padre… ¿dónde estaba mi padre? Ya sólo quedaba una casa, la más sombría, ruinosa y desolada. Abrió la puerta un hombre. Un hombre corpulento, moreno, con mis labios, con sus ojos clavados en los míos, con las manos dignas de un abrazo, con la boca preparada para besar, con el llanto refrenado en un corazón durante la lejanía del tiempo vendido. Era mi padre, pero no tenía hijos.
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