No me gusta madrugar. Bueno en realidad lo que no me gusta es tener que levantarme a una hora concreta con sus minutos concretos por un motivo concreto. Me gusta dormir hasta que yo quiera, hasta que mi yo interior decida que no quiere dormir más, por ahora. Pero es que no me gusta madrugar nunca, para nada. Otra cosa es un viaje, en este caso entran en juego otros factores como el no dormir, que ya se confunde con el deseo no de madrugar en sí, sino de tener algo que hacer tras ese insomnio de nerviosismo del bueno. Nervios del tipo de ‘me voy a subir a un avión espero que no ocurra nada extraño ni sea conducido por un piloto loco’, este tipo de nervios no se asoman por esta cabecita hueca. Son nervios del tipo ‘vamos con el tiempo justo y quiero ver muchas cosas, habrá que dormir poco’. ‘Desayuno... pateada... aflojando... bares... improvisación’. Subidón.
Detesto madrugar porque, como lo detesto tanto, exprimo el sueño al máximo y nunca me sobra tiempo para desayunar, lo cual es algo que me encanta. Desayunar en buenas condiciones, en una terracita con un albornoz blanco, una mesa con tostadas, mantequilla, galletas, muchos tipos de galletas, frutas, quesos, cruasán de chocolate, zumo de naranja natural pero sin pulpa y café. Y una jarrita con agua. Y sin prisa, con música incluso, con gafas de sol también. Pero esto únicamente cuando no tienes nada que hacer. Cuando no tienes que levantarte a una hora concreta. Cuando no tienes que madrugar.
Odio madrugar, pero las mañanas pueden ser geniales. Por las mañanas algo dulce y el umbral de la felicidad baja a mínimos. Al igual que sube a máximos la fina capa del mal humor. Por decirlo de forma dietética. Por la mañana una buena noticia, o unas cañas, o un paseo sobre las hojas del frío otoñal. Incluso puedo ser cursi por la mañana. Un concierto, un magosto. ¡Una película! Sí, una película mañanera desayunando tostadas con mantequilla y un buen café. Mamma mía. Mantita y sofá. Por la mañana.